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A. RUBIERA
Rena Kirakozova vive ahora feliz. Tiene un trabajo que le gusta -es empleada en una pastelería del barrio de El Coto-, unos jefes y compañeros que la cuidan, una casa confortable en El Natahoyo y, sobre todo, siente que sus dos hijos, Vilen y Edgar, de 15 y 16 años, están a salvo. Los va a ver crecer, estudiar, divertirse y tener un futuro. Porque la tranquilidad que durante años Rena no tuvo en Rusia, su país de origen, la ha conseguido en Asturias.
Ella y sus hijos son de los pocos inmigrantes afincados en Asturias -apenas una docena en los últimos años- que han logrado el estatus de refugiados, lo que supone tener la protección del Gobierno español y los derechos de los ciudadanos nacionales. Sólo tienen restringida la entrada a Rusia. Pero por ahora Rena no añora ese viaje de vuelta. De hecho, apenas quiere recordar las circunstancias por las que huyó de Stravopol, su ciudad natal. «Tenía problemas y miedo por mis hijos; allí hay muchas mafias, grupos muy malos, hacen lo que quieren. Yo siempre estaba trabajando y siempre preocupada. Los últimos años era horrible; pasaban cosas que no voy a olvidar nunca, decidí que había que marchar», cuenta.
Su escueto relato es suficiente para entender entre líneas. Más de 4.500 inmigrantes pidieron en 2008 el estatus de refugiados en España. Todos se vieron obligados a abandonar sus países de origen al ser perseguidos por su raza, sexo, religión, nacionalidad, opción política o pertenencia a un determinado grupo social. Sólo un 6% de ellos (277 personas) consiguió el estatus oficial. Un estatus que se da, explica Marisa Martínez de Accem-Asturias, «en contadísimas ocasiones, sólo cuando pueden demostrar que sufren una persecución directa y no tolerable». Un riesgo para su vida.
Accem es una ONG que proporciona atención y acogida a refugiados e inmigrantes en España. En Gijón ofrece alojamiento, apoyo, formación y toda clase de ayuda para algunos de esos extranjeros que están en trámite de solicitud de asilo. A ellos recurrió la familia Kirakozova -derivados por Cruz Roja-, y con ellos han logrado darle la vuelta a su incierta vida. «Estoy muy contenta», repite con una sonrisa nerviosa la joven madre. Rena siente que, de verdad, en Gijón ha encontrado su refugio en el mundo. Un refugio que está siendo tan dulce como su entorno de trabajo, en la pastelería Nabeca, con compañeros que la hacen sentir bien y que le toman el pelo por su acento asturiano. «Cuando digo "les milojes" me dicen que yo no parezco rusa; ¡claro, yo ya soy una asturianina!», comenta Rena. Y explota a reír. Nooroz Ali Gul Mohammad, afgano de 33 años, no transmite esa frescura de Rena. Ni se le oye reír tanto. Aún parece arrastrar como una losa la tragedia que le ha convertido en refugiado. «No quiero hablar de eso; pensar en eso me da dolor de cabeza», se excusa tras ser interrogado por las razones de su huida de Afganistán. Sólo explica que allí vivía con sus padres y su hermano. En pasado. «No podía vivir allí por la situación que hay», ratifica sin más añadidos.
Nooroz Ali llegó a Madrid en abril de 2005. Nunca había estado en España ni tenía ningún amigo en el país. Su elección como lugar de huida estuvo influenciada «porque me gustaba el Real Madrid»; y también porque durante sus años de estudiante universitario de Economía en Turquía, mientras estudiaba trabajaba de camarero en un restaurante. Eso le dio oportunidad de entablar diálogo con algunos extranjeros. «Allí hablé con unos españoles y fueron gente muy amable, más que otros. Desde entonces quería venir aquí», explica. De inmediato, Nooroz Ali se interrumpe: «Bueno, y también por la democracia y la libertad. Yo he venido aquí por la esperanza de tener un futuro mejor, para vivir en paz, con tranquilidad, para sentir la felicidad», sostiene.
Esa felicidad no fue completa hasta el mes de agosto del pasado año. Cuando, tras tres años de espera, tuvo su carné de refugiado. Entonces se acabaron las angustias, los dolores de cabeza, «los pum, pum, rápidos del corazón, pensaba que me iba a dar algo malo». Todo lo que, en definitiva, sentía cada vez que, pasados seis meses, le tocaba renovar en Comisaría su tarjeta amarilla de asilado. Siempre con la incertidumbre de si le darían otra prórroga de asilo o no. «Cuando llegaba el quinto mes y se acercaba el día de ir a Comisaría ya no quería ni hablar con la gente. Oía decir en televisión que España no iba a aceptar a más extranjeros y mi corazón empezaba a latir muy fuerte, me dolía. Pensaba qué sería de mí si me decían que no podía seguir aquí...». Han pasado casi 10 meses desde que acabó aquella espera, y Nooroz Ali aún transmite la angustia. Ahora, por fin, se siente seguro. Aunque sigue echando de menos Afganistán. «El día que salía de mi país ya lo echaba de menos. Crecí allí; es mi tierra, mi paraíso. Pero tenía que salir», encadena.
Como Rena, él también contó en su huida con la protección de Accem; con ellos aprendió español, hizo cursos de pastelería y también de fontanería. Lleva ya algún tiempo trabajando en un obrador de Roces, para la empresa Balbona, y está muy contento. Sólo tiene la pega de que desde el principio le tocó el turno de noche. Por eso le gustaría completar su formación de fontanero, que sabe que «tiene buena salida». Pero si tiene que seguir de oficial de pastelero, seguirá. Porque por delante ya tiene un futuro tranquilo. El que buscaba.
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